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13. Mártires en España

El Papa Juan Pablo II beatificó como mártires por la fe a 11 víctimas de la guerra civil española. No hace mucho, les correspondió el turno a otras 26. La serie de beatificaciones comenzó el 22 de marzo de 1986, con el decreto de aprobación del martirio de 3 carmelitas de Guadalajara. Durará mucho todo esto, pues los procesos en curso -a veces en grupo- son más de cien, y se refieren a un conjunto de 1206 víctimas de la persecución anarco-socialista-comunista de los años 30.

Sin embargo, hubo unos años en los que una especie de silencio incómodo (cuando no un distanciamiento manifiesto por parte de cierta publicidad católica) se precipitó sobre la terrible matanza de la que fueron víctimas en la España de la guerra civil (década del 30) más de 6832 personas entre curas, religiosas, monjas y miles de laicos, que murieron por el solo hecho de ser creyentes: <<motivos de oportunidad aconsejaron moderar el curso de los procesos de beatificación ya iniciados>>. Hicieron falta el valor y el amor por la verdad de Juan Pablo II para reabrir una página de la historia que muchos, incluso ciertas fuerzas poderosas de la misma Iglesia, hubieran preferido que continuase cerrada para siempre.

Muchas veces se quiere proponer una historia distinta a la de una Iglesia devastada primero por la guerra civil y sojuzgada después por el autoritarismo franquista. Con relación a lo último, apresuradamente definido como <<fascista>> y equiparado incluso con el nazismo, cuando en realidad estaba muy lejos del paganismo racial que distingue a este último, y de la idolatría al Estado de hegelismo casero, que aflora en el fascismo italiano; ese régimen decíamos, logró mantener a España fuera de la segunda guerra mundial a pesar de las presiones de Hitler y Mussolini. El fin de su régimen no fue una catástrofe: el rey Juan Carlos de Borbón, al que el socialista y fanático republicano Sandro Pertini consideraba como uno de los mejores jefes de Estado, fue elegido para la sucesión y preparado concienzudamente para ocupar el trono del viejo caudillo; sucesión que se produjo sin traumas.

El historiador inglés contemporáneo Paul Johnson, escribe: <<Franco siempre estuvo decidido a mantenerse al margen de la guerra, que consideraba una terrible calamidad y, sobre todo, una guerra que para él, católico convencido, representaba la fuente de todos los males del siglo, al ser conducida por Hitler y Stalin. En septiembre de 1939, declaró la absoluta neutralidad de España y aconsejó a Mussolini que hiciera lo mismo. El 23 de octubre de 1940, cuando se reunió con Hitler en Hendaya, lo recibió con frialdad, por no decir con desprecio. Hablaron hasta las 2 de la madrugada y no se pusieron de acuerdo en nada.>>

Sean cuales fueren las conclusiones a las que lleguen sobre el franquismo los historiadores del futuro, desde siempre está claro que los procesos canónicos bloqueados por Roma y reiniciados por Juan Pablo II, van más allá de toda consideración política. Lo cierto es que en la España republicana la matanza de católicos (y sólo de católicos, porque las iglesias y pastores protestantes no fueron tocados) constituyó un intento de hace desaparecer la Iglesia misma. Hugh Thomas, historiador de izquierdas, señala que <<Nunca en la historia de Europa y quizá en la del mundo, se había visto un odio tan encarnizado hacia la religión y sus hombres>>, al punto que Salvador Madariaga, antifranquista convencido, partidario del gobierno republicano y exiliado después de la derrota, afirmó que <<bastó únicamente el hecho de ser católico para merecer la pena de muerte, infringida a menudo en formas más atroces.>>

Hubo casos como el párroco de Navalmoral, sometido al mismo suplicio que Jesús, comenzando por la flagelación y la corona de espinas hasta llegar a la crucifixión. Hubo casos de religiosos a los que encerraron en la plaza de toros y les cortaron las orejas. Hubo casos de cientos de curas y monjas a los que quemaron vivos. A una mujer <<culpable>> de ser madre de dos jesuitas la ahogaron haciéndole tragar un crucifijo; pero no era la primera vez que se producían hechos similares: lo mismo ocurrió con el vandalismo francés jacobino y con el Risorgimento italiano.

A partir de 1936, la matanza se generalizó: se dio muerte en las formas más atroces a 4184 sacerdotes diocesanos, 2365 frailes, 283 monjas, 11 obispos… se cuentan por decenas de miles los laicos asesinados por el solo hecho de llevar una medalla religiosa con la imagen de un santo. En ciertas diócesis como la de Barbastro, en Aragón, en un solo año fue eliminado el 88% del clero diocesano.

La casa de las salesianas de Madrid fue asaltada e incendiada y las religiosas fueron violadas y apaleadas después de ser acusadas de darles caramelos envenenados a los niños. Los cuerpos de las monjas de clausura fueron exhumados y expuestos en público como escarnio. Se llegó al extremo de recuperar barbaries cartaginesas como la de atar a una persona viva a un cadáver y dejarla al sol hasta que ambas se pudrieran. En las plazas se fusilaban incluso a las estatuas de santos y las hostias consagradas eran utilizadas de forma obscena.

Sin embargo, durante décadas, incluso un cierto sector católico consideró que en la tragedia española quien debía ser perdonado y olvidarlo todo era la Iglesia. A pesar de todo, aunque en este mundo la verdad parezca débil, a la larga resulta invencible, y las liturgias de beatificación y canonización como las que proliferan en San Pedro comienzan a hacer que surja plenamente.


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